martes, 29 de noviembre de 2016

La vergüenza en el mundo digital (el cyberbullying)

Como hemos comentado en otras ocasiones, el mundo digital que tan magistralmente nos describe Sylvia Díaz-Montenegro en su libro El mundo transparente. Un paseo con mi madre por el universo digital, es un mundo nuevo. Eso significa que nunca antes existió nada parecido, que lo estamos creando entre todos y que se está transformando cada día. Pero mucho más que cualquier otro mundo nuevo anterior —para los europeos América fue nuestro último nuevo mundo conocido—, el mundo digital tiene la capacidad de transformar radicalmente nuestra vida. Esas transformaciones, por lo demás, son muy rápidas, a veces imprevisibles, en algunos casos estupendas y en otros verdaderamente desastrosas. Pero lo importante es precisamente no olvidar que aunque estemos ante un mundo digital, los «cacharritos» electrónicos son lo menos importante de él. Porque detrás de esos cacharritos a menudo sigue habiendo personas, es decir, sentimientos, y a veces parecemos olvidarlo. Ahora que es tan fácil destruir la reputación de alguien tecleando unas cuantas palabras envenenadas y enviándolas al ciberespacio, resulta más necesario que nunca establecer un nuevo código moral para desenvolvernos con cordura en este mundo. Si queremos sobrevivir a la era digital, paradójicamente tendremos que ser humanos, lo que implica ser éticos. Sylvia Díaz-Montenegro lo explica claramente en el capítulo de su libro dedicado al ciberbullying, algo que con demasiada frecuencia y con escasa conciencia practicamos.

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El  caso Monica Lewinsky  


«Tanto tú como yo, mamá, hemos entrado en algún restaurante elegantísimo, un día de mucho compromiso, con un tomate en la media negra del que no nos habíamos dado cuenta. No sé si exactamente así, pero algún caso parecido seguro que le ha ocurrido a cualquier mujer de cierta edad. Es cuestión de probabilidad. Ese día, al darnos cuenta, pasamos una vergüenza mortal. Un ratito. Una semana después lo habíamos olvidado, con mucho esfuerzo. A lo mejor algún imprudente te lo recordaba en un momento dado, pero solo era momentáneo.
En lo digital, la memoria es mucho más larga. Para empezar, todo el mundo a tu alrededor lleva una cámara de enorme precisión. Todo el mundo a tu alrededor puede grabar un vídeo en cualquier momento. Todo el mundo a tu alrededor está conectado a internet, a Facebook, a YouTube y le puede parecer divertidísimo compartir cómo entraste con ese tomate en la pantorrilla. El alcance se convierte en amplísimo. En el mundo digital, te puedo poner en la picota y mantenerte allí para siempre.
En el ejemplo que te he puesto, ese tomate es la razón de la burla. Los humanos sabemos que en realidad ni siquiera hace falta una razón. Ser objeto de burla o crítica depende solo de la intención que tenga el que se burla o critica, y nunca de qué ha hecho el criticado.
Los sentimientos de compasión, entendiendo por compasión el cariño que hace que uno no se ensañe con otro, no se producen con facilidad, posiblemente porque no se puede ver el daño que se hace al que ha sido atacado. También he leído la opinión de que nuestra propia importancia ha crecido tanto, en este mundo de satisfacciones inmediatas, que ya no somos capaces de imaginar cómo se siente el otro. Sea como sea, al no existir el freno de la compasión, esos linchamientos, a veces tremendos de ver, pueden ser muy intensos y multiplicarse en el tiempo, porque la información tiene mayor alcance y existe menos cercanía con las personas.
Ese efecto de avergonzar, o incluso de amenazar, en el mundo digital se llama bullying, de toro —bull en inglés—; pero de toro que ataca, no de toro al que se torea. Es un poco desconsolador volver a ver cómo, si nos descuidamos, los mensajes que florecen con más facilidad son los mismos que en toda la historia: la cólera, la crítica y la burla. A cambio, también lo hacen los chistes; y también las grandes oleadas momentáneas de compasión a todo un grupo, a toda una categoría de víctimas, pero es que seguimos siendo humanos, capaces de lo mejor y de lo menos bueno.
Sin embargo, en el mundo digital está el problema añadido de la falta real de cercanía, y no se ve el daño que se hace. El que está herido ni siquiera se manifiesta en las redes donde se le ataca, así que el escarnio no se ve y nada frena el linchamiento, cuando en el mundo físico sí cabría la posibilidad de que ocurriera, aunque sabemos que tampoco es siempre así.
En general, sin pensar en los comportamientos extremos de ataque personal, avergonzar es la manera que tenemos de hacer que alguien recapacite sobre un comportamiento que no nos gusta; deja de ser útil cuando el otro está avergonzado, porque ya siente pena por su comportamiento. Eso es lo que de toda la vida se ha llamado contrición y que las sociedades han utilizado para evitar comportamientos juzgados como nocivos. En el mundo digital, los avergonzados no están. No aparecen. No se atreven. Eso sí, el escándalo sigue vivo siempre, porque cualquiera puede volver a encontrar cuando quiera todo el material del escarnio.
Cuando se piensa en Monica Lewinsky, es escalofriante el infinito desprecio en el que ha vivido esta mujer; con veintidós años cometió un error que muchas jóvenes han cometido desde que el mundo es mundo. La pobre se enamoró de un señor casado, lleno de carisma y poder, para el que trabajaba. Me da casi lo mismo que se enamorara o no, el error es el mismo porque esta mujer sigue avergonzada a día de hoy, 20 años después.
Es cierto que tuvo la mala suerte de enamorarse del presidente de los Estados Unidos, y también de ser el primer gran escándalo de la época digital, pero la cosa es que ahí sigue, vivo y cruel como el primer día, o casi, sobre todo para ella y su familia. Todos han quedado para siempre avergonzados y cuesta pensar cómo podría esa mujer volver a una vida normal de adulto. De nuevo, me es indiferente que se haga rica con sus memorias.
Hay mecanismos que aún no están instalados en el mundo digital, como el de la caridad, el olvido o el respeto de las minorías, que es todo lo mismo. Es verdad que en el mundo físico tardaron miles de años en instalarse. Tenemos ahí un mundo nuevecito con muchos de los fallos, otra vez, del mundo físico y quizás de todo mundo humano».


Como dice Sylvia Díaz-Montenegroconviene que pensemos en dónde nos estamos metiendo y si quizás nos convendría cambiar ciertas actitudes, al menos a aquellos que tengamos un mínimo de buena entraña.

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¿Es que memorizar es divertido?

Al escuchar esta pregunta, podemos imaginar muchas respuestas, pero principalmente pensamos que serán dos las más frecuentes y que, previsiblemente, serán contrapuestas.Y es que seguro que hay personas, muchas, probablemente la mayoría incluso, que piensen que memorizar cosas es una penosa obligación cuando no un castigo divino y que desde luego maldita la gracia que tiene esta actividad. Sin embargo, hay otras personas que piensan justo lo contrario, que memorizar es entretenido e incluso muy divertido. Por supuesto, estas últimas saben bien de qué hablan: han experimentado los beneficios de la memorización en su vida y cómo esta en algunos casos ha impulsado y hasta decidido sus carreras profesionales.Es evidente que no hay forma de llegar a ser abogado del estado sin memorizar y mucho. Pero es que tampoco se puede ser mago sin utilizar la memoria. Y entre ambos estados caben muchas situaciones intermedias. Y la mayoría las experimentamos en nuestra vida diaria.Nosotros estamos convencidos de que memorizar, además de resultar enormemente útil, es divertido. Así lo cree sobre todo Luis Sebastián Pascual, autor del libro La pastilla verde. Técnicas de memorización para mayores de 40 años. Por eso nos dedica su libro a todos aquellos que ya no necesitamos memorizar para estudiar, pero que queremos acordarnos muchas veces de cosas que aunque más sencillas no por ello son menos importantes.Extractamos a continuación las primeras páginas de este libro, con las que además de entender el por qué del título de este, veremos con esta hilarante historia por qué memorizar algo puede ser condenadamente divertido. Estamos seguros de que después de leer esto es posible que tú también te animes a hacerlo.

La pastilla verde, Luis Sebastián Pascual, memoria, Mnemotecnia



























La pastilla verde


«Está la familia reunida entorno a la mesa cuando de pronto, llegando a los postres, alguien se acuerda de la pastilla que debía haber tomado antes de empezar a comer.—¡Ya se me ha vuelto a olvidar la pastilla verde!Seguro que la escena no te resulta extraña y algo parecido le habrás oído exclamar alguna vez a la abuela, al tío… ¡o te ha ocurrido a ti mismo! Y ya no disfrutas del postre pensando en la dichosa pastilla y tu mala memoria.Pues bien, permíteme señalar que normalmente el problema no es que tengas una mala memoria, sino que no has sabido cómo memorizar correctamente el dato de la pastilla verde a mediodía, antes de comer.La buena noticia es que hay varias estrategias que te pueden ayudar a desterrar este tipo de olvidos. A lo largo del libro expondré muchas de ellas pero, para empezar, explicaré un procedimiento para acordarse de la pastilla que, no diré que sea infalible, pero casi.No se trata de algo extraordinario, una pequeña pastilla verde es fácil de ver. Pero seamos originales, busquemos una forma singular de representar esa pastilla: supongamos, por ejemplo, que entre sus cualidades está la de aclarar la voz y por eso, el solista de Mojinos Escozíos antes de cada concierto, para cantar aquello de "verde, me gustan tus ojos verde" se toma una de esas pastillas, precisamente de color verde.Segunda cuestión, mediodía. La pastilla hay que tomarla a mediodía, justo antes de comer. ¿Qué sueles hacer habitualmente a esas horas? Muchas personas, antes de sentarse a la mesa, tienen la costumbre de encender el televisor para ver las noticias de mediodía.Imagina entonces que la presentadora se dispone a dar la primera noticia cuando, en riguroso directo, irrumpe por sorpresa en el plató de televisión el de Mojinos Escozíos para, de rodillas y tomándole la mano, declararse cantando a pleno pulmón "verde, me gustan tus ojos verde, verde como los astropajos, verde como los gargajos…".

¡Menudo caos! Los cámaras no saben qué hacer, el realizador al borde del infarto y la presentadora, estupefacta, tan solo alcanza a decir:—¡Pero si yo no tengo los ojos verdes!—¡Ah! ¿No? —responde el artista, mientras se acerca para fijarse bien. Vaya enamorado que no sabe ni de qué color son los ojos de su amada.Una escena inolvidable, ¿verdad?Imaginar este tipo de situaciones, cosa que en principio puede parecer un tanto absurdo, tiene su razón de ser. El objetivo no es otro que establecer en nuestra mente un vínculo entre la presentadora del telediario con la pastilla verde, de modo que una cosa lleve a la otra.Así, la próxima vez que te sientes a la mesa y enciendas el televisor, en las noticias de mediodía la imagen de la presentadora te evocará de inmediato la escena tan rocambolesca en la que el cantante de Mojinos Escozíos se le declaraba vociferando "me gustan tus ojos verde"... verde... ¡la pastilla verde!¿Pero esta tontería funciona? Sin duda. Cuando la pongas a prueba y, obstinadamente, una vez tras otra obtengas resultados positivos no tendrás más remedio que asentir».

Ponlo a prueba. Ya verás cómo funciona. Pero el libro tiene muchas estrategias más...

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lunes, 21 de noviembre de 2016

La historia de Elisa

Esta también es una historia, pero no tiene nada que ver con la que describía el post anterior. Además, en este caso, la escritora, la psicóloga Irene Alonso Vaquerizo, en su libro Ana y Mia no quieren ser princesas. La otra cara de los trastornos alimentarios, ha preferido ocultar tras ese nombre ficticio a otras «Elisas» reales. Porque tras esta «Elisa» se esconde la terrible realidad de la anorexia que sufren muchas «hijas perfectas». Sin duda, muchos padres reconocerán a sus hijas en la Elisa del relato de Irene.


Ana y Mia no quieren ser princesas, trastornos alimentarios, Irene Alonso Vaquerizo


«Elisa tiene catorce años y está cursando 3º de la ESO. Es alta y morena con unos grandes ojos verdes, que es lo que más le gusta de ella y quizá lo único. Siempre fue una niña delgada, buena estudiante con notas muy altas, responsable, buena amiga de sus amigas, obediente y dócil.

Preocupada por las notas, todas las tardes hacía los deberes y no paraba de repasar hasta que estaba absolutamente segura de que se lo sabía todo. Cuando empezó la ESO, comenzó a levantarse antes por la mañana para estudiar. Cada vez tenía más dudas de poder superar los exámenes y se angustiaba si no lograba la nota esperada. Una calificación por debajo del sobresaliente se convertía en un auténtico drama y entraba en un estado de tristeza que favorecía su inseguridad y le generaba pensamientos de incapacidad, algo que superaba estudiando mucho más. Y aunque las calificaciones mejoraron, Elisa estaba cada vez más preocupada por sus estudios y nunca le parecía que su esfuerzo fuera suficiente. 
Sus padres se sentían muy orgullosos de esa niña tan responsable. Los profesores alababan sus éxitos en clase y la ponían como ejemplo en el aula. Sus compañeros no comprendían porque se entristecía tanto cuando no alcanzaba la calificación esperada e incluso alguno se burlaba de ella. Se sentía sola e incomprendida. 

Elisa no tiene hermanos, nació cuando sus padres eran mayores y habían abandonado la esperanza de tener hijos. Fue un regalo para ellos y para toda la familia. Tan buena, tan ordenada, tan estudiosa, tan constante, tan dulce, tan guapa, tan lista... un ejemplo continuo para sus primos.

Los padres, conscientes de las capacidades de su hija, le exigían buenas notas, incluso en materias en las que no destacaba. Pero la veían tan abatida cuando no obtenía altos resultados que solo podían apelar a su voluntad para animarla: «Tú eres capaz de mejorar, si te esfuerzas», «Puedes conseguir todo aquello que te propongas».
También favorecían la matriculación en actividades extraescolares como inglés y alemán. Querían darle todo lo mejor para que tuviera un futuro prometedor. Ella acudía contenta y también era un ejemplo para sus compañeros, siempre tenía los deberes hechos y alcanzaba buenas notas. 

Al tiempo, Elisa quiere mucho a sus abuelas y se siente preocupada por su salud. Va a visitarlas todas las semanas, algo que ellas agradecen y la convierten de nuevo en un ejemplo para sus primos.
Tiene una amiga del alma, Teresa, desde que entró en infantil. Es como su hermana, le cuenta todo y confía plenamente en ella. Con los demás compañeros se siente tímida e insegura. 

Pero Teresa no para de hablar de chicos y ella se siente incómoda. Ya no quiere hacer las cosas que le gustaban antes: patinar los sábados, pasear a los perros por las tardes, ver películas juntas... No le dice nada, pero nota cómo se va alejando de ella y tiene otras amigas nuevas. Cuando Teresa está con estas chicas, no es la misma. Se ríe, dice tonterías e incluso habla de hacer botellón. Elisa se queda sola dentro del grupo y pone excusas para no salir.

A menudo, siente que no le gusta su cuerpo. De pequeña se veía guapa pero, últimamente, no se ve bien delante del espejo. En clase tiene muchas compañeras que solo hablan de lo gordas que están y no paran de comentar dietas y trucos para parecer más delgadas. Elisa se siente como un bicho raro».

¿Quieres seguir leyendo «La historia de Elisa»? Entra AQUI y encontrarás un PDF con la continuación.

sábado, 19 de noviembre de 2016

La historia de Helena

Este texto está está extraído de uno de los capítulos del libro Tranquilos, que yo controlo. Manual de conducción para gente de bien, de Javier Costas Franco. No necesita más comentario.

«Nunca conocí a Helena, por lo que todo lo que sé de ella es a través de lo que contó su madre, Flor Zapata. Helena era una chica normal, tenía veinte años, pareja, estudiaba una carrera con beca Erasmus y estaba pasando unos días en España antes de volver a Holanda. La tarde del 17 de abril de 2005 volvía de la sierra madrileña con Álvaro, su novio, al volante de un viejo Renault Clio, pero nunca llegó a su casa de Alcobendas. Un coche descontrolado con un borracho al volante chocó contra el suyo a gran velocidad, acabando con ella en el acto. Álvaro sobrevivió de milagro. Si vieses cómo quedó el coche…

El homicida de Helena era un militar que había estado toda la noche sin dormir, de guardia, y al terminar su turno estuvo tomando copas en la cantina durante varias horas. Cómo iría de cocido que en vez de adelantar al coche de Helena lo embistió —como si no estuviese ahí— y lanzó al Clio por encima de los guardarraíles. Fue una combinación de todo: iba demasiado rápido, demasiado bebido, con prisa… y no se había dado cuenta de que no estaba en condiciones para conducir ni un coche de juguete. Helena tuvo la mala suerte de estar ahí, sin tener culpa de nada. Aunque el sujeto en cuestión fue a la cárcel un tiempo, el daño que provocó es irreparable. 


Helena era hija única, sus padres quedaron destrozados y Álvaro perdió a su futura mujer. Te daré un dato un poco escalofriante: el anillo de compromiso de Helena estaba doblado. Podemos imaginar que cuando impactó el bólido contra el Clio, Helena apretaría el volante con todas sus fuerzas intentando agarrarse a la vida, pero se le escapó. Su verdugo dio positivo en alcoholemia, 4,5 veces por encima del límite. Su abogado dijo en su defensa que los etilómetros estaban mal calibrados y que solo había tomado «cuatro cervezas». A lo mejor eran cuatro cervezas de litro, por lo menos (...).


Quiero conducir quiero vivir, Helena Castillo Zapata


(...) Han pasado más de diez años de aquello y la madre de Helena, Flor Zapata, sigue escribiendo en internet para remover conciencias. Si lees su blog Quiero conducir, quiero vivir, se te quitarán las ganas de por vida de conducir tras haber bebido, a nada que tengas un mínimo de empatía.

Detrás de cada vida que se va por culpa del alcohol o las drogas siempre hay una historia, una familia, amigos, pareja… un efecto dominó. Sé que poca gente se levanta con el propósito de ser un homicida y seguro que más de un inconsciente ha llorado mucho y pedido perdón millones de veces por lo que ya no es reversible. Nada de eso cambiará las cosas. Hay que actuar antes y prevenir.

Cada vez que vayas a conducir contéstate con toda sinceridad: ¿realmente estás en condiciones de conducir o puedes esperar unas horitas o la noche entera? Mi definición de "ir bien" es poder conducir como si estuviese totalmente sobrio, es decir, no notar que algo no va bien. Pero los expertos van más allá y coinciden en que no es igual conducir sobrio que dentro del límite tolerado, porque el riesgo es superior al empezar a verse afectado el organismo (otra cosa es darse cuenta de ello). 

Puedes intentar engañar a cualquiera, pero no a ti mismo. Eres adulto, mayorcito, responsable de tus actos, así que pregúntate si estarías dispuesto a cargar un muerto sobre tu conciencia. Hay chicos que en una noche loca, volviendo de unas fiestas o una discoteca, se han cargado a todos sus pasajeros al chocar contra un árbol, la mediana, un camión… y tienen el resto de su vida para cumplir la durísima penitencia.

Dejo lo siguiente para la reflexión colectiva: según los datos del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, el 29% de los conductores y el 21% de los peatones que fallecieron en 2015 en accidentes de tráfico superaron los límites de alcohol en sangre tras un análisis forense. Habría que añadir a estos datos las víctimas que pasarían esos análisis con tasas de 0,0, como Helena Castillo Zapata».

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domingo, 13 de noviembre de 2016

Entendiendo la sobredotación

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La mayoría de las veces, los editores debemos vencer nuestro entusiasmo y callar, dejando hablar a los autores de los libros. Porque, sin duda, un buen libro siempre se explica por sí solo.
Es el caso de ¿Hay alguien ahí?, de Marta E. Rodríguez de la Torre, un libro maravilloso sobre los superdotados que comienza su introducción con estas palabras:

«Queremos lo mejor para nuestros hijos: que estén sanos, que sean felices, que tengan lo que nosotros no tuvimos, aunque también es lógico que nos preocupemos de que igualmente dispongan de lo que sí tuvimos, y es un anhelo razonable que sean como los demás o, por decirlo de otra manera más políticamente incorrecta, normales.
»Todavía se escuchan en nuestra cabeza ecos del vecindario de nuestra infancia donde se oía que el hijo de no sé quién era rarito, que tal pariente menudo problema tenía pues le había salido la niña con unas manías que no les dejaban vivir tranquilos y que si el niño había nacido tonto era una desgracia aunque fuera un angelito y nos colmara de alegrías.
»Pero también podía plantearse el problema de que el niño fuera tan listo que se pasara de rosca, se convirtiera en un inadaptado y terminara sus días loco perdido en un manicomio. Por eso era lógico que nos educaran para ser iguales a los demás, a hacer lo mismo y al mismo tiempo que los otros, para no salirnos del carril. Lo que sucede es que algunos no éramos ni somos como la mayoría y ni podemos ser felices haciendo lo mismo que los otros ni —lo que es igualmente importante— tampoco hacer felices a los demás de esa manera.
»Un sobredotado es aquella persona cuyo cociente intelectual se encuentra por encima de la media de la población, su imaginación, creatividad y curiosidad también superan esa cota, posee pensamiento divergente, científico y múltiple de manera natural y cuenta con hipersensibilidad emocional. Sin embargo, la memoria colectiva nos lleva a la confusión y nos conduce al Pitagorín del Pulgarcito, ese niño repelente que se pasaba el día inventando cosas raras y que lo sabía todo por ciencia infusa, o a las pizarras llenas de fórmulas intrincadas de Einstein o Planck. En este punto hay que empezar a distinguir: un niño listo es posible que no dé problemas, entienda todo al momento y apruebe siempre. Pero eso no es un sobredotado. Un niño inteligente puede resolver cualquier problema que se plantee y adaptarse perfectamente al ritmo de una clase normal, lo cual no es necesariamente válido para las personas sobredotadas.
»Por otra parte, es frecuente que las personas que le dan muchas vueltas a la cabeza acaben trastornadas y no hagan nada útil. Eso no significa tampoco que sean sobredotadas. También resultaría absurdo que si mi hijo es sobredotado haya que esconderlo, no vaya a ser que se entere y se vuelva vanidoso, o lo sepan los demás y vayan a por él. Perfecto, y de paso le ponemos un ladrillo en la cabeza para que no crezca, así no se empeñará en ser jugador de baloncesto con la de problemas que tienen, y los demás tan contentos de verle bajito. Menudo sinsentido. Es posible que uno piense: «En mi familia nadie ha salido así y en la de mi mujer no se dan esas cosas». ¿Seguro? En ese caso me temo que es probable que no conozcamos bien a nuestra parentela. Tal vez se nos oculte la existencia de algún sobredotado más cercano de lo que creemos, quizás por la vergüenza, los problemas y dificultades psicológicas que acarrea y que, sin embargo, son parecidos a los de cualquier persona que no es entendida ni atendida correctamente en su entorno familiar, escolar y social»
.

Esto es solo el principio del libro. Por nuestra aparte, poco más que añadir. Solo deciros que si tenéis un hijo o un familiar superdotado, os recomendamos que lo leáis. No es sólo afán comercial, os garantizamos que no os arrepentiréis: el libro de verdad merece la pena.

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sábado, 12 de noviembre de 2016

El mundo de ayer

El título de este post corresponde a la traducción del libro de memorias del gran novelista judío Stefan Zweig. En su libro, Zweig describía con nostalgia el mundo de finales del XIX y principios del siglo XX y lamentaba profundamente hacia dónde se dirigía este, marcado por las guerras mundiales y, sobre todo, por el fenómeno de la ascensión de Hitler. Su lamento y su terror fueron tan grandes que el temor a las consecuencias de la actuación del dictador le llevaron primero al exilio y, posteriormente, el acendrado pesimismo que la oscura realidad circundante contribuía a acrecentar le condujo, junto con su mujer, también al suicidio.
Es indudable que aquel periodo fue verdaderamente terrible y resulta ocioso intentar decir algo que no sepamos de Hitler a estas alturas pero, curiosamente —y perdónesenos la expresión—, la cosa no fue «tan» terrible, como preveía Stefan Zweig. Hitler murió, la guerra acabó y aquel horror no fue eterno.
Afortunadamente, el mundo no ha evolucionado según lo previsto por Zweig. Con excepciones, a día de hoy tenemos menos miedo a políticos enloquecidos (lo decimos con reservas, está muy reciente la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos) porque el ciudadano se ha empoderado mucho más. Por contra, hemos perdido nuestras antiguas certezas y las hemos sustituido por un estado de incertidumbre que difícilmente nos abandonará en mucho tiempo. Después de todo, la mayor diferencia entre la época de Zweig y la nuestra es que él vivía en un mundo tal vez horrible, pero conocido y previsible. Por el contrario, nuestro mundo es desconocido e imprevisible. Del mismo modo, su tragedia era que ese mundo tenía una dirección marcada, era un mundo que se encaminaba hacia el abismo, un abismo que lamentablemente el hombre no parecía ser capaz de evitar. En nuestro caso, nos dirigimos hacia el espacio, real y figuradamente. Nuestra situación crea inquietud y puede ser también terrorífica pero, por primera vez en la historia, empieza a estar bastante en nuestras manos. Las personas, los individuos, empezamos por fin a contar.

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A Sylvia Díaz-Montenegro no le ha tocado vivir la época de Stefan Zweig sino, obviamente, la nuestra, que, a pesar de sus enormes deficiencias, es sin duda mejor que aquella en la que Zweig terminó sus días. Y, por eso ella, de forma visionaria pero con los pies absolutamente en el suelo, nos describe la coyuntura en la que, lo sepamos o no, nos ha tocado vivir y que es radicalmente diferente a todo lo que hemos conocido hasta la fecha. Como ella señala en su libro El mundo transparente, nos encontramos ante el universo digital, un mundo nuevo, a estrenar, un mundo que no sabemos hacia dónde va, cargado de oportunidades y también de peligros, pero que está en nuestras manos ir desarrollando cada día. Sylvia, sin ignorar la parte oscura de esta realidad —que, sin duda, la tiene—, opta por explorar este nuevo universo (y descubrírnoslo a nosotros) y apostar por él, porque sabe que si sabemos utilizarlo serán muchas más sus ventajas que sus inconvenientes. Por lo demás, ella nos plantea una realidad tan sencilla como cruda y es que realmente no tenemos elección. Ya no hay marcha atrás. Nos es imposible salir de este universo de información, abandonar la virtualidad y volver a ser como nuestros abuelos. Por nuestra parte, nos queda la tranquilidad de imaginar que Zweig, que era un personaje decididamente moderno, hubiera preferido sin dudas vivir en este mundo, un mundo en el que, por cierto, le echamos de menos.

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viernes, 4 de noviembre de 2016

Un mal de nuestro tiempo

Es de todos sabido que muchas de las enfermedades que sufrimos son, sin duda, al menos en cierta medida, producto de nuestra época. Del mismo modo que hay enfermedades físicas que a día de hoy están extinguidas, como la peste, la polio, el escorbuto o la lepra, por lo menos en nuestro mundo occidental, han aparecido otras nuevas como el sida, el ébola y otras enfermedades infecciosas, además de aquellas cuyo desarrollo hemos incrementado con nuestras actitudes poco responsables, como las enfermedades respiratorias debidas al tabaquismo o las cardiovasculares causadas por nuestros deficientes hábitos alimentarios.
Con las enfermedades que podríamos llamar mentales ha ocurrido tres cuartos de lo mismo. De la «histeria» descrita por Freud en el siglo XIX y hoy prácticamente olvidada, aunque obviamente se siguen manteniendo otros trastornos tradicionales de mayor o menor envergadura, hay otros trastornos como la depresión o a los trastornos de pánico que se han convertido en endémicos.
Del mismo modo, los trastornos alimentarios, que apenas eran significativos a mediados del siglo pasado —aunque, como es lógico, han existido desde siempre— se han desarrollado espectacularmente en estos primeros años del siglo XXI y en la actualidad presentan un crecimiento exponencial.

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Como señala Irene Alonso Vaquerizo en su libro Ana y Mia no quieren ser princesas. La cara oculta de los trastornos alimentarios, estos trastornos son variados, aunque los más conocidos por ser sin duda los más llamativos, sean la anorexia y la bulimia. Pero el universo es más complicado. También lo es el espectro de afectados: en la actualidad no sólo se trata de chicas adolescentes, sino que también encontramos mujeres adultas y últimamente se está incrementando de manera significativa el número de varones que desarrollan estas patologías.
La explicación de la proliferación de estos trastornos no es difícil de encontrar. Evidentemente, responden a la expresión de un malestar psicológico, pero lamentablemente también son fruto de una cultura que ensalza unos valores de belleza física más que discutibles y cuyo cumplimiento se hace en la mayoría de los casos imposible.
Por todo ello, lejos de culpabilizar a los afectados y pensar que actúan de forma caprichosa, haríamos mejor en comprenderlos y en ayudar a sus familiares a encarar estos trastornos, al mismo tiempo que deberíamos luchar para que imágenes como la que refleja la fotografía dejen de convertirse en un referente que sirva de modelo para otras personas que no solo intentarán imitar a estas modelos sino que harán lo posible por llegar todavía más lejos, arruinando en muchos casos su vida y las de sus seres queridos y, lo que es aún más triste, coqueteando incluso con la muerte.

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Una cuestión de salud

En principio puede resultar un poco raro el título de este post, teniendo en cuenta que vamos a hablar de un libro de conducción y seguridad vial.
Sin embargo, si nos paramos a analizarlo un momento, lo cierto es que no resulta tan extraño. Conducir es una necesidad, un placer o ambas cosas. En cualquier caso, es una actividad más de nuestra vida y, como tal, comporta unos riesgos. Este pequeño matiz es el que, aunque lo conozcamos de sobra, a menudo olvidamos: que la conducción comporta riesgos. Y que, precisamente por eso, debemos esforzarlos por conjurarlos para hacer que disminuyan al máximo y, en un futuro ideal, para llegar a eliminarlos, por nosotros y por los demás. Porque esa es una de las características que tiene la conducción: no solo somos responsables de nosotros sino indirectamente de todos los demás. Conductores y peatones nos conciernen y debemos estar tan atentos a ellos como a nosotros mismos.
En este sentido, es fundamental no olvidar tampoco esto último, es decir, no dejarnos de lado a nosotros mismos. Y es que, del mismo modo que no haríamos el amor con un desconocido sin utilizar un preservativo, no tomaríamos el sol sin usar una crema protectora adecuada o, simplemente, no saldríamos a la calle sin paraguas en un día de temporal, tampoco tiene sentido que nos subamos a un coche sin tomar una serie de precauciones, la mayoría de ellas muy sencillas, pero absolutamente básicas. Hagámoslo por los demás también pero, en primer lugar, por muy egoísta que suene, por nosotros mismos.

Tranquilos que yo controlo, Javier Costas, conducción, seguridad vial, motor, vehículo










Esta es una de las cosas que nos enseña Javier Costas Franco en su libro Tranquilos, que yo controlo. Manual de conducción para gente de bien. Como experto en seguridad vial, Javier nos recuerda todas aquellas normas que debemos cumplir para una circulación segura, así como las consecuencias de todo tipo que tiene o puede tener no practicarla. Y no lo hace con espíritu moralista ni legalista (aunque es obvio que debemos atenernos a la ley), sino con un sentido informativo, didáctico y eminentemente práctico, con objeto de que sepamos de verdad cómo tenemos que comportarnos para hacer las cosas bien.
Y aquí es donde se explica el sentido del título de este post: porque si antes no estuviéramos convencidos, a estas alturas ya deberíamos ser conscientes de que la seguridad vial es ante todo un problema de salud y como tal debemos de tratarlo. A bordo de un coche o fuera de él, estamos obligados a mantener nuestra protección si no queremos estar a merced de las circunstancias y expuestos a que nuestra vida se trunque o, lo que es en realidad peor, truncar la vida de terceros por una negligencia nuestra. Lamentablemente, por el momento seguirá habiendo accidentes, pero es nuestra obligación minimizar su número y sus consecuencias. Eso se llama prevención y la prevención es salud. Algo que cada vez que subimos a un coche, aunque sea para recorrer unos pocos metros, deberíamos tener en cuenta siempre, que conducir es una cuestión de salud.

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La supermemoria a nuestro alcance

Poco sabemos en la actualidad sobre el funcionamiento del cerebro. Somos capaces de entender sus funciones pero, como si de un artefacto extraño se tratara, nos demostramos totalmente ineficaces a la hora de descifrar sus mecanismos y formas de actuación.
Dentro de las funciones fundamentales de un cerebro humano, sin duda está la memoria. De nada serviría recibir la carga de información que nos llega a diario si no fuéramos capaces de almacenarla si no en su totalidad, sí al menos en la medida en que nos pueda resultar necesaria.
Evidentemente, las necesidades de uso de nuestra memoria cambian con los años, del mismo modo que lo hace nuestro aprendizaje. En las primeras etapas de nuestra vida, en la infancia y en la juventud, el ser humano necesita llenarse de datos para aprender a sobrevivir y a desenvolverse en sociedad. Con el paso de los años, esta necesidad deviene menor, hasta tal punto que muchos de nosotros a menudo dejamos de usar la memoria salvo para fines muy elementales.
Como hemos comentado en otras ocasiones, lo más corriente es que dejemos de utilizar la memoria porque pensemos que «la hemos perdido» o que «ya no nos funciona». Tal vez seamos incluso conscientes de su necesidad, pero en virtud de estos pensamientos nos revelamos inútiles e incapaces de usarla.
Pero, como señala Luis Sebastián Pascual en su libro La pastilla verde. Técnicas de memorización para mayores de 40 años, la memoria es un músculo y, como tal, se desarrolla al ejercitarlo. Y no solo se desarrolla sino que puede alcanzar proporciones prodigiosas.

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Esto no es un mito ni una engañifa, es sencillamente así. La única razón por la que «perdemos memoria» —o pensamos que no la hemos tenido nunca— es porque no la hemos usado o porque en algún momento hemos dejado de hacerlo.
Como Luis nos cuenta en La pastilla verde, las técnicas mnemotécnicas (técnicas para el desarrollo de la memoria) se han desarrollado desde la antigüedad. La razón es que nuestros antepasados ya se dieron cuenta hace miles de años que había formas de retener la información y que además ello no requería más que un poco de esfuerzo, disciplina y constancia. También descubrieron que la edad apenas influía en la capacidad de memorización. Que, como hemos dicho, la memoria es un músculo y que para su desarrollo y puesta en forma solo exige entrenamiento.
A todos nos gustaría tener una memoria mejor. La buena noticia es que podemos tenerla. Los grandes mnemotécnicos solo se diferencian de nosotros en que han practicado mucho, de modo que son capaces de realizar hazañas que a los demás se nos antojan irreales, desde memorizar mil números o palabras hasta meter en su «disco duro» el Quijote o el Código Civil, por increíble que parezca. 
Sin duda, una persona corriente no necesita llegar tan lejos para satisfacer sus necesidades de memoria, pero debemos saber que somos capaces de hacer esto, que con un poco de esfuerzo podríamos lograr hazañas semejantes. Y sin marcarnos unas metas tan altas, ¿no sería interesante poder memorizar todos nuestros números de teléfono, llevar nuestra agenda en la cabeza o retener la información con mucha más facilidad...?
Cómo hacer eso y muchas más cosas nos enseña a hacerlas Luis en La pastilla verde.

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