Es de todos sabido que muchas de las enfermedades que sufrimos son, sin duda, al menos en cierta medida, producto de nuestra época. Del mismo modo que hay enfermedades físicas que a día de hoy están extinguidas, como la peste, la polio, el escorbuto o la lepra, por lo menos en nuestro mundo occidental, han aparecido otras nuevas como el sida, el ébola y otras enfermedades infecciosas, además de aquellas cuyo desarrollo hemos incrementado con nuestras actitudes poco responsables, como las enfermedades respiratorias debidas al tabaquismo o las cardiovasculares causadas por nuestros deficientes hábitos alimentarios.
Con las enfermedades que podríamos llamar mentales ha ocurrido tres cuartos de lo mismo. De la «histeria» descrita por Freud en el siglo XIX y hoy prácticamente olvidada, aunque obviamente se siguen manteniendo otros trastornos tradicionales de mayor o menor envergadura, hay otros trastornos como la depresión o a los trastornos de pánico que se han convertido en endémicos.
Del mismo modo, los trastornos alimentarios, que apenas eran significativos a mediados del siglo pasado —aunque, como es lógico, han existido desde siempre— se han desarrollado espectacularmente en estos primeros años del siglo XXI y en la actualidad presentan un crecimiento exponencial.
Como señala Irene Alonso Vaquerizo en su libro Ana y Mia no quieren ser princesas. La cara oculta de los trastornos alimentarios, estos trastornos son variados, aunque los más conocidos por ser sin duda los más llamativos, sean la anorexia y la bulimia. Pero el universo es más complicado. También lo es el espectro de afectados: en la actualidad no sólo se trata de chicas adolescentes, sino que también encontramos mujeres adultas y últimamente se está incrementando de manera significativa el número de varones que desarrollan estas patologías.
La explicación de la proliferación de estos trastornos no es difícil de encontrar. Evidentemente, responden a la expresión de un malestar psicológico, pero lamentablemente también son fruto de una cultura que ensalza unos valores de belleza física más que discutibles y cuyo cumplimiento se hace en la mayoría de los casos imposible.
Por todo ello, lejos de culpabilizar a los afectados y pensar que actúan de forma caprichosa, haríamos mejor en comprenderlos y en ayudar a sus familiares a encarar estos trastornos, al mismo tiempo que deberíamos luchar para que imágenes como la que refleja la fotografía dejen de convertirse en un referente que sirva de modelo para otras personas que no solo intentarán imitar a estas modelos sino que harán lo posible por llegar todavía más lejos, arruinando en muchos casos su vida y las de sus seres queridos y, lo que es aún más triste, coqueteando incluso con la muerte.
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