Extractamos a
continuación un texto del libro El mundo transparente, de la autora Sylvia Díaz-Montenegro sobre nuestro uso del móvil. Como
podemos ver, nuestra autora sustenta ante su madre la tesis de que el móvil nos
roba el tiempo —tesis que de alguna manera todos más o menos inconscientemente
sospechamos o de la cual estamos profundamente convencidos—, apoyándola en la
evidencia real, no por trivial menos contundente: «El móvil te roba el tiempo porque
te lo llena de minucias». Pero
además, la autora va mucho más allá en su reflexión y nos enfrenta a los
profundos cambios que ha generado el móvil en nuestros comportamientos y en
nuestras relaciones.
«Tú, mamá, siempre estás protestando
por vernos con el móvil en todas partes. La verdad es que a tu edad, aunque no
la aparentes en absoluto, el móvil te divierte solamente un poco, justo cuando
lo utilizas para llamar. Para ti, el móvil es un teléfono. Para cualquiera de
los adictos, no: está muchísimo menos tiempo transmitiendo voz que datos.
Una cosa que te parece graciosísima es
ver en un restaurante a un grupo de personas, o incluso una pareja disfrutando
de una cena tête-à-tête, cada uno enfrascado en su pantallita. Es muy absurdo
visto desde fuera, pero te tengo que confesar que a mí también me puede haber
pasado. Me estoy poniendo colorada ahora mismo según lo escribo.
Pensando en por qué esto ocurre, que
es una de las grandes ventajas de que las cosas te den vergüenza, he llegado a
la conclusión de que se trata de varias cosas conjuntas:
La primera y más evidente es que el
móvil es estupendo para poblar vacíos. Alguien con móvil tarda mucho más en
enfadarse cuando espera: puede estar hablando con algunos, poniendo WhatsApp
como si no hubiera un mañana, jugando al Tetris (un juego que no te enseño
porque te quedarías hasta sin comer) o al Combine (ese es el que me tiene
enganchada a mí), o incluso contestando correos. Total, un tiempo
superproductivo.
El problema es que lo mismo que
decimos para una sala de espera puede ser verdad para un atasco o un semáforo,
y entonces se vuelve mucho más peligroso, porque cuando conduces lo primero y
principal es conducir, que parece que no, pero llevas entre manos un coloso de
alguna tonelada que puede matar en cuanto te descuidas. El problema es que, una
vez empiezas a jugar al Tetris, ¿quién es el gracioso que para? Si solo me
queda un momentito, de verdad… Y así.
Lo segundo y verdaderamente agresivo
es que el móvil es una máquina de interrumpir. Lo miras para cualquier cosa y
te encuentras con cinco mensajes esperándote: uno, completamente idiota e
indeseado, de alguna de las empresas que te sirven, otro de la clase de los
niños, otro más de los colegas de baloncesto, un cuarto de mi hermana, que nos
invita a cenar, el quinto un chiste graciosísimo que, seguro, le enseño a quien
cene conmigo… Y ahí la hemos liado, porque entonces él también mira su móvil y
tiene otros seis mensajes o avisos y por cierto, te tengo que enseñar un vídeo
que he recibido… Y ahí nos tienes, cenando alrededor de las interrupciones en
lugar de hablar de nosotros, con calma, con silencios, con tiempo. El móvil te
roba el tiempo porque te lo llena de minucias.
¿Y por qué dejamos que ocurra? Lo
creas o no, yo ya soy cuidadosísima con lo que me interrumpe: ninguno de los
mensajes tiene sonido, ninguno puede invadirme la pantalla. Pero aun así... Tus
nietos viven en un mundo lleno de estímulos constantes y parecen no tener nunca
un momento para la reflexión. Incluso leer se está convirtiendo en un
anacronismo y Twitter demuestra que 140 caracteres bastan para lo que esta
civilización considera un mensaje.
La conclusión a la que llegan algunos
pensadores es que hay un problema con el aprendizaje, con la reflexión, con la
profundidad, con la elaboración de conocimiento cuando no dejamos tiempo
suficiente para que se elaboren las cosas. Necesitamos entonces excusas para el
tiempo sin interrupciones: el deporte como momento de soledad, que aun así
llenamos de música, o las reuniones en las cuales se prohíbe el móvil. Miedo me
da que pongan wifi en los aviones pero mucho me temo que cuando escribo esto ya
es demasiado tarde…
Lo tercero que se me ocurre es un poco
más inquietante: cuando recibes mensajes de personas diferentes a la que tienes
enfrente, no solo te tienes que enfrentar a la interrupción y a la reacción
instintiva de contestar a un requerimiento. Me parece, además, que ese grupo
que está lejos o esa persona que te escribe son una tentación en virtud
únicamente de su falta de presencia. Es una conclusión arriesgada, pero, cuando
le escribes a alguien, incluso en este mundo de microcartas, de repente ese
alguien es tal como lo recuerdas, que es ligeramente diferente de como
realmente es y casi siempre mejor.
Estamos de acuerdo en que el amor por
alguien, incluso el afecto real, no puede darse sin piel de por medio, sin
llegar a conocerse de cerca y vivir cosas buenas y malas, sin compartir la
realidad y gestionarla juntos. La realidad está llena de aristas, y estar cerca
de alguien significa compartirlas, algo que muchas veces es incómodo y alguna
vez doloroso. De hecho, algunas de ellas están causadas por la misma cercanía,
de modo que lo más cómodo es la distancia: cada vez tenemos más tentaciones de
instalarnos en la tranquilidad de la lejanía y dejarnos sobrepasar por las olas
sucesivas de interrupciones.
Afortunadamente, la mayor parte de
nosotros sabe que nada se parece a la sensación de cercanía que uno tiene con
alguien querido que está físicamente cerca, esos escasos pero inefables
momentos en los que se produce un oasis de silencio en el fragor de la vida y
se percibe la increíble unicidad del otro. Dejar el móvil fuera de nuestro
alcance es un ejercicio saludable y un esfuerzo necesario para que pueda
aparecer un tiempo vacío sin el que no podemos llegar nunca a nada realmente
interesante, ni en lo puramente intelectual ni, mucho menos aún, en lo
personal.
Da miedo pensarlo, pero ninguno de
nosotros está tan lejos de convertirse en una especie de hikikomori. ¡Glups!».
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