Como suele ocurrir con los grandes cambios, las revoluciones a menudo son silenciosas. Frecuentemente tienen un origen incierto y una evolución sinuosa, pero se acaban imponiendo por la concurrencia masiva de la gente y la ayuda de esa actitud silente.
La revolución tecnológica no tiene vuelta atrás, eso es evidente. Fue una revolución soñada, deseada más o menos conscientemente por una gran parte del planeta y, finalmente, la colaboración en red —transmutada ya en competencia— nos ha llevado hasta donde estamos ahora.
Que, si bien se mira, no es demasiado lejos. Y no porque no se hayan conseguido logros importantes, sino porque es fácil atisbar que tan solo estamos al principio de esa revolución. Pero ya se empieza a perfilar turbiamente la silueta del nuevo mundo. Poco a poco —y no tan poco a poco— podemos ver hacia dónde nos dirigimos y cómo lo estamos haciendo, que quizá sea la cuestión más importante.
Como dice Sylvia Díaz-Montenegro en su libro El mundo transparente, se avecinan o, mejor dicho, ya están aquí, nuevas formas de relaciones comerciales, laborales, personales... Tenemos por delante un mundo con grandes facilidades pero también con grandes peligros. Y en ese mundo ya no valen las antiguas formas, que se ven superadas día a día, ni siquiera sirve la legislación actual, demasiado lenta para hacer frente a entidades con un funcionamiento nuevo y, como no, en el sentido literal de la palabra, revolucionario.
Es evidente que este mundo nuevo, el universo digital que Sylvia Díaz-Montenegro denomina El mundo transparente no es, ni mucho menos, un mundo idílico. Por el contrario, es un mundo lleno de retos que deberemos resolver si no queremos que se nos vaya de las manos. Pero no debemos olvidar que, aunque las máquinas estén cada vez más presentes en nuestra vida, este, al igual que los anteriores, es también un mundo humano y un mundo para los humanos. Depende de nosotros crear una nueva sociedad más eficaz, pero debemos luchar para que, al mismo tiempo, también sea una sociedad más solidaria. En adelante, muchos de los trabajos serán —ya lo son— automáticos. Eso significa probablemente que la oferta laboral seguirá descendiendo y deberemos afrontar las consecuencias que ello comporta. Del mismo modo, nos encontraremos con grandes empresas —grandes en cuanto a facturación e impacto social— que apenas tendrán trabajadores, puesto que funcionarán con un software más o menos inteligente y un reducido grupo de personas para su desarrollo y mantenimiento. Aparecerán problemas —hablamos en futuro, pero en realidad es puro presente— con el trabajo, con la subsistencia y con el control de organizaciones cuya transparencia debemos reclamar. Habrá más terrorismo también, puesto que nunca como ahora información y tecnología marcharon tan unidas ni fueron tan accesibles y baratas. El nuevo mundo es frágil, sin duda.
Por otra parte, nunca como ahora hemos tenido la posibilidad de hacer tantas cosas con una facilidad tan grande. Cada vez más la cura de enfermedades antaño epidémicas resulta más cercana. Retos como acabar con el hambre dependen cada vez más de nuestra voluntad de acometerlos. La educación y la cultura pueden llegar hasta el último rincón del planeta gracias a esa misma tecnología. De hecho, en teoría, el sueño de la fraternidad universal debería estar más cerca que nunca. Sin embargo, hoy por hoy, todos sabemos que esto no es así. Pero es verdad que podría serlo. Para ello, tenemos la obligación de luchar por una nueva ética, por unos nuevos valores que nos sigan uniendo.
Hemos dicho antes que este movimiento silencioso que es la revolución digital no tiene marcha atrás. Creemos que tampoco sería bueno que la tuviera. Pero debemos ser conscientes del inmenso poder —o, mejor dicho, los inmensos poderes— que esconde y se esconden tras ella. Los acontecimientos se multiplican exponencialmente y las cosas son cada vez más posibles, para bien y para mal. Por eso, si estamos ante y en un mundo humano —y es evidente que lo estamos— lancémonos a él con ilusión pero, por supuesto, también con responsabilidad.
Os recomendamos que podéis adquirir el libro El mundo transparente. Un paseo con mi madre por el universo digital sin gastos de envío en la web de Meridiano Editorial, pinchando aquí.
Libros de psicología, medicina, tecnología, espiritualidad... Un enfoque diferente, accesible, claro y directo, pero sin perder jamás el rigor.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
domingo, 25 de diciembre de 2016
Haciendo balance
Alguna vez os hemos dicho que Meridiano no es una editorial convencional. La razón que esgrimimos para ello es que actuamos al revés que la mayoría de las editoriales. Primero buscamos un tema que nos interese, después rastreamos hasta encontrar la persona que nos parece más adecuada para desarrollarlo y, finalmente, hacemos el libro.
Esta forma de actuar es muy laboriosa, pero tiene una parte divertida o, por lo menos, emocionante. Y es que nos permite jugar un poco a ser una especie de hados juguetones, porque en un momento dado nos plantamos con nuestra varita delante del autor o autora elegidos y descaradamente les soltamos nuestra propuesta.
Y nuestra propuesta no se puede decir que sea muy buena, la verdad. Vivimos en una época en la que se leen pocos libros, eso es de sobra conocido, lo que significa que a nuestros queridos autores no les hacemos propuestas millonarias (ni siquiera milenarias).
Sin embargo, debe ser porque son «masocas», muchos las aceptan, a sabiendas de que en muchos casos van a hipotecar un año de su vida con ese maldito librito que un desalmado les invitó un día a escribir.
Algún mal pensado podrá pensar que si no es el dinero lo que mueve a los autores (y lo que nos mueve a nosotros, dicho sea de paso) es el ego. Pues no, al menos en el caso de nuestros autores nada más lejos de la realidad. Todos y cada uno de ellos se mueven sobre todo por una cosa que parece haberse quedado algo desfasada en estos tiempos y que es el afán de servicio. Ellos, al igual que nosotros, saben que nuestros libros, modestamente, son útiles para muchas personas y que ese y no otro es su objetivo.
Todos los libros son buenos —unos en mayor medida que otros, pero todos enseñan algo—. Sin embargo, ninguno se agradece más que aquel que toca un problema cercano, responde a una preocupación que uno tiene o simplemente sacia una curiosidad que teníamos aparcada.
Así son nuestros libros. Libros para todo el mundo, pero dirigidos a lectores tan diferentes como los temas que tratan. Libros sencillos, pero no simples. Libros que no son manuales de recetas, sino que señalan caminos, proponen ideas, invitan al lector a actuar.
Este año 2016 ha sido el primer año de la editorial. En este tiempo hemos publicado cinco libros, de los cuales estamos orgullosos y agradecidos a sus autores. Como decíamos, cada uno es distinto y, sin embargo, todos tienen un nexo común que va configurando la línea editorial de Meridiano.
Por eso hoy queremos rendir un pequeño homenaje a esos autores que nos han ayudado a construir la editorial y sin los cuales obviamente no seríamos nada.
En primer lugar, gracias a Marta E. Rodríguez de la Torre, autora de ¿Hay alguien ahí?, por haber creído en nosotros cuando no teníamos más que una idea y mucha ilusión.
Gracias también a Sylvia Díaz-Montenegro, por haber enfrentado con valentía un tema tan complejo como el de la sociedad digital en El mundo transparente.
Gracias a Luis Sebastián Pascual por habernos puesto las pilas de nuestra memoria con La pastilla verde. Gracias a Javier Costas por recordarnos que conducir es algo más que sentarse a los mandos de un coche con su libro Tranquilos, que yo controlo. Y, por último, gracias a Irene Alonso Vaquerizo por ayudarnos a comprender la difícil realidad de los trastornos alimentarios en Ana y Mia no quieren ser princesas.
A todos ellos, a los que vendrán y a vosotros, lectores, muchísimas gracias por acompañarnos en esta andadura.
Esta forma de actuar es muy laboriosa, pero tiene una parte divertida o, por lo menos, emocionante. Y es que nos permite jugar un poco a ser una especie de hados juguetones, porque en un momento dado nos plantamos con nuestra varita delante del autor o autora elegidos y descaradamente les soltamos nuestra propuesta.
Y nuestra propuesta no se puede decir que sea muy buena, la verdad. Vivimos en una época en la que se leen pocos libros, eso es de sobra conocido, lo que significa que a nuestros queridos autores no les hacemos propuestas millonarias (ni siquiera milenarias).
Sin embargo, debe ser porque son «masocas», muchos las aceptan, a sabiendas de que en muchos casos van a hipotecar un año de su vida con ese maldito librito que un desalmado les invitó un día a escribir.
Algún mal pensado podrá pensar que si no es el dinero lo que mueve a los autores (y lo que nos mueve a nosotros, dicho sea de paso) es el ego. Pues no, al menos en el caso de nuestros autores nada más lejos de la realidad. Todos y cada uno de ellos se mueven sobre todo por una cosa que parece haberse quedado algo desfasada en estos tiempos y que es el afán de servicio. Ellos, al igual que nosotros, saben que nuestros libros, modestamente, son útiles para muchas personas y que ese y no otro es su objetivo.
Así son nuestros libros. Libros para todo el mundo, pero dirigidos a lectores tan diferentes como los temas que tratan. Libros sencillos, pero no simples. Libros que no son manuales de recetas, sino que señalan caminos, proponen ideas, invitan al lector a actuar.
Este año 2016 ha sido el primer año de la editorial. En este tiempo hemos publicado cinco libros, de los cuales estamos orgullosos y agradecidos a sus autores. Como decíamos, cada uno es distinto y, sin embargo, todos tienen un nexo común que va configurando la línea editorial de Meridiano.
Por eso hoy queremos rendir un pequeño homenaje a esos autores que nos han ayudado a construir la editorial y sin los cuales obviamente no seríamos nada.
En primer lugar, gracias a Marta E. Rodríguez de la Torre, autora de ¿Hay alguien ahí?, por haber creído en nosotros cuando no teníamos más que una idea y mucha ilusión.
Gracias también a Sylvia Díaz-Montenegro, por haber enfrentado con valentía un tema tan complejo como el de la sociedad digital en El mundo transparente.
Gracias a Luis Sebastián Pascual por habernos puesto las pilas de nuestra memoria con La pastilla verde. Gracias a Javier Costas por recordarnos que conducir es algo más que sentarse a los mandos de un coche con su libro Tranquilos, que yo controlo. Y, por último, gracias a Irene Alonso Vaquerizo por ayudarnos a comprender la difícil realidad de los trastornos alimentarios en Ana y Mia no quieren ser princesas.
A todos ellos, a los que vendrán y a vosotros, lectores, muchísimas gracias por acompañarnos en esta andadura.
viernes, 9 de diciembre de 2016
Proust y la memoria
En una entrada anterior de este blog, titulada ¿Es que memorizar es divertido? introducíamos al lector en el libro de Luis Sebastián Pascual titulado La pastilla verde. Técnicas de memorización para mayores de 40 años. En ese post presentábamos la asociación de imágenes como un buen recurso para facilitar la memorización.
Continuando con esta explicación, Luis Sebastián Pascual nos recuerda la famosa magdalena de Proust y nos enseña el porqué de su poder evocador:
Continuando con esta explicación, Luis Sebastián Pascual nos recuerda la famosa magdalena de Proust y nos enseña el porqué de su poder evocador:
UNA
TAZA DE TÉ
Marcel
Proust describe en su célebre novela En busca del tiempo perdido una escena muy
conocida —la famosa magdalena de Proust— en la que el sabor de una magdalena
mojada en té le transporta al pasado, cuando era un niño, evocándole recuerdos
que creía perdidos.
«Hacía ya muchos años que no existía para mí
de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme…» pero, tras probar una cucharada de té en la
que había echado un trozo de magdalena, tratará de buscar la causa del sentimiento
que este sencillo acto le provoca:
«Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray…»
Con el
recuerdo de su tía llega el de la vieja casa gris donde vivía, y con la casa el
pueblo, las calles, etc. En su mente, el sabor de la magdalena estaba
relacionado con el lugar donde lo experimentó por primera vez, de modo que
muchos años después, al saborear de nuevo una magdalena, recupera los recuerdos
asociados a ella.
«[…] así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té».
Esto es
algo que todos hemos vivido alguna vez. Por ejemplo, si te preguntan por las
vacaciones de aquel año en Benidorm, probablemente te des cuenta de que apenas
guardas un vago recuerdo. Pero ves en televisión una avenida con palmeras y, de
pronto, te viene a la memoria aquella palmera justo delante del balcón del
hotel que estropeaba las vistas al mar, el mar te recuerda la playa llena de sombrillas,
las sombrillas te llevan a maldecir por aquella que se atascaba y no había
forma de desplegar, etc.
Esto
apunta a que las cosas no permanecen en nuestra memoria como unidades aisladas,
sino formando un entramado, una especie de red en la que los recuerdos están
relacionados entre sí de modo que uno lleva a otro, y ese al siguiente, etc.
De
hecho, cuando queremos acordarnos de algo, instintivamente nos ponemos a pensar
en cosas cercanas a aquello que tratamos de recordar, con la esperanza de dar con
algún elemento que nos lleve hasta el dato buscado.
Por
ejemplo, ¿cómo se llamaba aquel profesor que tenías de niño? Intentando
recordar el nombre seguramente te pongas a pensar en el colegio, la mochila con
los libros, el pupitre, la pizarra, los compañeros de clase, aquel que una vez
hizo una rima con su nombre… ¿Cómo era? «Don Serafín, no tiene fin» —entonces,
siendo niños, se os antojaba muy alto—. Pues ahí está, a través de aquel
compañero de clase te has acordado de la rima, y con la rima ha llegado el
nombre: se llamaba Serafín.
Por eso
decía Aristóteles que:
«Esa es la manera en que los hombres intentan recordar, como también la manera en que recuerdan, aun cuando no lo intenten: es decir, cuando un movimiento o impulso se sigue o sigue a otro».
Para el
antiguo filósofo, recordar no es más que seguir la cadena de pensamientos que
nos llevan hasta el dato buscado. Pero, para lograr el éxito, «se debe asegurar
el punto de partida», es decir, debemos estar seguros de que existe una
relación entre el dato a recordar y un elemento inicial que nos lo evoque.
¿Cómo
formar ese vínculo o relación? Pues mediante fantasías tan singulares como la
descrita al principio, donde la figura de la presentadora de las noticias de
mediodía (elemento inicial) nos lleva hasta la pastilla verde (dato a
recordar).
Os recomendamos que podéis adquirir el libro La pastilla verde. Técnicas de memorización para mayores de 40 años sin gastos de envío en la web de Meridiano Editorial, pinchando aquí.
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¿Por qué se produce un trastorno alimentario?
Es frecuente que los problemas nos sorprendan.
Y más aún los problemas psicológicos. A veces parece como si surgieran de la
nada, que aparecieran cuando todo parece ir bien. Pero en realidad eso no es
así casi nunca. Lo que la mayoría de la veces ocurre es que no somos sensibles
a lo que está sucediendo. Lo confundimos con otras cosas, le quitamos
importancia o directamente nos negamos a ver el problema.
Para los padres resulta especialmente difícil
ser objetivos. Están pendientes de sus hijos —a veces en exceso— pero hay cosas
de ellos que a veces no entienden, que no les encajan y que en muchos casos,
por esas razones, se niegan a admitir.
Los trastornos alimentarios, como otros
problemas psicológicos, pertenecen a esa categoría de problemas que suelen
resultar difíciles de afrontar. Empiezan muchas veces por ignorarse o por
quitárseles importancia para pasar a continuación a la extrañeza y caer
finalmente en el desconcierto. Es por eso que este tipo de trastornos suelen
recibir un tratamiento tardío, es decir, se reclama atención cuando el problema se halla en una
fase avanzada y la persona afectada ya presenta unos síntomas tan innegables
que ni la más pertinaz ceguera podría ocultarlos.
Pero insistimos en que estos trastornos no
salen de la nada, no suceden porque sí. Irene Alonso Vaquerizo en su libro Ana y Mia no quieren ser princesas lo explica con todo detalle. En su práctica
profesional y tras una ya larga carrera dedicada al tratamiento de estos
trastornos, ha identificado una serie de factores comunes en las personas
que los sufren y que, sin duda, explican la génesis y el desarrollo del
trastorno. Esta es la breve introducción de los mismos que realiza en su libro:
FACTORES DE RIESGO O DE VULNERABILIDAD
La aparición de este tipo de alteraciones es
el resultado de un tejido que se va formando con los años. Hay una gran
variedad de factores de riesgo clasificados en tres grupos: predisponentes,
precipitantes y perpetuantes o mantenedores.
Predisponentes
La persona tiene unas determinadas características genéticas, físicas, de personalidad, familiares y sociales, que denominaremos predisponentes. Como su nombre indica, favorecen la posible aparición de un TCA. Se encuentran desde el inicio de la vida y hacen al individuo más vulnerable al trastorno. Pueden ser sobrepeso, baja autoestima, inseguridad e introversión, obesidad y perfeccionismo, prejuicios sociales respecto a la obesidad, malos hábitos alimenticios en la familia y la presión familiar por la figura.
Precipitantes
Además de estos predisponentes, es necesario que tengan lugar uno o varios sucesos para que el trastorno se desencadene. Estos son los llamados factores precipitantes. Son estresores de la vida de muy diversa índole: cambio de vivienda, comentarios negativos sobre la figura, insatisfacción general con uno mismo o el propio estrés. También pueden ser factores precipitantes una ruptura sentimental, la pérdida de un ser querido y, sobre todo, el inicio de una dieta. Un ejemplo para entender el efecto de estos precipitantes sería verlos como la gota que derrama ese vaso lleno de características predisponentes.
Mantenedores
Son los que prolongan la evolución del trastorno, una vez se ha desencadenado el proceso. Por ejemplo, una alimentación incorrecta que genera desnutrición, refuerza la imagen corporal negativa y provoca fluctuación de los estados del ánimo, ansiedad, depresión o irascibilidad, entre otros.
Como se puede ver —y se describe mucho más
detalladamente en el libro de Irene Alonso Vaquerizo— nada sucede por
casualidad. La buena noticia es que si se dispone de la debida información
estos trastornos son previsibles y, en esa misma medida, evitables. De nuestra
voluntad por erradicarlos depende su desaparición.
Os recomendamos que podéis adquirir el libro Ana y Mia no quieren ser princesas. La cara oculta de los trastornos alimentarios sin gastos de envío en la web de Meridiano Editorial, pinchando aquí.
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lunes, 5 de diciembre de 2016
La actitud al volante
Este es el título del primer capítulo del
libro de Javier Costas, Tranquilos, que yo controlo. Merece la pena leerlo y
tenerlo bien presente siempre, porque en el caso de la conducción tener una
actitud adecuada es absolutamente decisivo.
Extractamos a continuación algunos textos de
ese primer capítulo:
«Digamos
que hay dos tipos de conductores: los que conducen porque les gusta y los que
lo hacen solo porque tienen que hacerlo. Ambos tipos estamos condenados a
compartir la carretera y la calle, por lo que nos tenemos que tomar esto de
conducir con un mínimo de seriedad. Hay muchas cosas en la vida que se hacen
por necesidad, pero que hay que hacer bien aunque no sea algo apasionante a
priori. Parafraseo a Miquel Bort, un experto en seguridad vial: conducir es
como trabajar.
Un buen
conductor no es solo el que es capaz de llevar la máquina bien, sino el que es
capaz de conducirse a sí mismo. Eso implica tener una actitud de respeto por
los demás, respeto por uno mismo, respeto por la máquina que se conduce y
respeto por la vía por la que se transita. En ningún caso hay que conducir con
miedo, se trata de conducir con respeto. El miedo a conducir se llama
amaxofobia y hay formas de superarlo con ayuda profesional.
Todos
conocemos a algún conductor miedoso, en ambos géneros. No les gusta conducir ni
les gustan los coches y cuando se ponen al volante es por necesidad. Si tienen
que ir de copilotos no van a discutir; es más, lo van a preferir. Si tienen que
ir a algún lugar medianamente lejano, seguramente se decanten por el autobús,
el tren o incluso el avión. Por muy prudentes que sean al volante, en cierto
modo son un peligro y lo más fácil es que no lo sepan. Las reacciones de los
conductores miedosos son imprevisibles, incluso para ellos mismos. Creerán que
con circular despacito y con cuidado es suficiente. Se equivocan; prudencia y
velocidad no van siempre de la mano (...).
(...)
¿Quién te conoce más en esta vida? La respuesta evidente debería ser: “yo”. Ese
conocimiento te debería servir para saber cuándo estás en condiciones de
conducir y cuándo no. Hay muchas cosas que pueden alterar el correcto
equilibrio de uno mismo. No hace falta haberse tomado cuatro cubatas; basta una
discusión acalorada con una persona, tener un agobio emocional o tener la
autoestima por los suelos para ser más peligroso de lo normal (...).
(...) Si
alguna persona te dice que puede conducir sin que le afecten las emociones, o
es un cíborg o miente. Hasta el conductor más profesional del mundo no es un
autómata sin sentimientos. Para bien o para mal, somos sensibles a las
emociones y el acto de la conducción está sujeto a unas cuantas. Recomiendo
encarecidamente que veas el dibujo clásico de Disney «Motor Mania» de 1950, en
el que Goofy nos explica un concepto muy cotidiano y que no ha perdido
vigencia: todos los conductores tenemos rasgos bipolares. Hasta el señor más
amable, educado y templado puede convertirse en un completo imbécil cuando se
pone a conducir (…).
(…) No
quiero ser el mayor hipócrita del reino, tengo que admitir que me he picado y
más de una vez. A toro pasado todos somos Manolete y en frío se acaba
concluyendo que fue una estupidez. No me siento orgulloso de ello. Otras veces
he sido capaz de pasar del tema y permitir al ofensor que ponga tierra de por
medio y si quisiera matarse que lo hiciera sin mi colaboración. Otras veces he
sido yo el ofensor y más de uno ha echado pestes de mis ancestros. También soy
humano, he hecho tonterías, me he equivocado y he tenido amagos de protagonizar
más de un FAIL, pero he procurado quedarme con una moraleja siempre (...)
(...)
Cuando uno está a lo que tiene que estar, puede no solamente recibir todos los
estímulos sino hacer previsiones. El ser unos aprendices de adivinos puede
evitarnos muchísimos sustos. Es evidente que no podremos hacer eso si
conducimos con miedo —no confundir con ser prudentes— ni si estamos pensando en
las musarañas. Todos los sentidos tienen que estar implicados en el acto de
conducir. El que no esté de acuerdo, que se espere unos años y se compre un
coche autónomo, hará un favor a la sociedad.
Todo
puede cambiar en un instante. Puede sonar a fórmula viejuna y pasada de moda,
pero lo cierto es que no ha perdido vigencia en ningún momento. ¿Nunca te ha
pasado que confiabas en que todo iba a ocurrir de una forma y ha ocurrido un
imprevisto, algo que no habías barajado? Puede ser un animal en la calzada,
pisar una mancha de aceite en plena curva, un fallo mecánico, un anuncio de
lencería... Cuanto menos dejemos que el factor suerte influya en la conducción,
mejor para todos».
Os recomendamos que podéis adquirir el libro Tranquilos, que yo controlo. Manual de conducción para gente de bien sin gastos de envío en la web de Meridiano Editorial, pinchando aquí.
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