En el texto que transcribimos a continuación,
perteneciente al libro El mundo transparente, de Sylvia Díaz-Montenegro, su autora nos
expone su opinión sobre la inteligencia artificial. Desde luego, tanto ella
como nosotros somos conscientes de que se trata tan solo de eso, de una
opinión, porque no hay nadie suficientemente autorizado para sentar cátedra
sobre este asunto, de modo que a día de hoy caben en él desde las visiones más
conservadoras a las más friquis además de, por supuesto, todas las intermedias.
Solo el paso del tiempo nos irá dando las claves de su desarrollo. En cualquier
caso, esto es lo que piensa Sylvia al respecto:
«En mis
tiempos de estudios se trazaba la línea en el sistema que es capaz de aprender
solo, no a resultas de una codificación. Es una línea borrosa, pero línea al
fin y al cabo. Cuando alguien te hable de inteligencia artificial,
pregúntale si el sistema aprende de manera autónoma o solo cuando su
programador humano aprende. Pregúntale si el sistema, además de aprender
parámetros de una decisión, es capaz de crear otra decisión. Si no, bueno, eso
de que es inteligente ya lo hablamos otro día.
Si resulta
que puede aprender, pregúntale entonces si tiene la capacidad de aprender
cualquier cosa: un programa de ajedrez que, brindándole la información
adecuada, de repente aprendiera cocina. Siempre he tenido la impresión de que
este fue el sueño esencial que llevó a los ordenadores, igual que llevó a
construir a Frankenstein. Encuentro un impulso constante en nuestra historia
para replicar la plasticidad de razonamiento, la capacidad de aprender del ser
humano. Tú la das por buena, mamá, pero cualquiera que haya vivido cerca de los
sistemas no humanos sabe lo maravillosa que es y lo infinitamente lejos que
está de lo que los sistemas que hemos creado saben hacer. Vistos desde
este punto de vista, los sistemas que conoces, todo lo que se llama «smart»
—los contestadores automáticos de las empresas, las fuentes de colores y
música… —, todo eso no tiene ni pizca de inteligencia artificial. En cuanto a
Irene*, de la que hablábamos antes, sea o no artificialmente inteligente, a la
pobre no le luce.
Actualmente,
incluso entre gente acostumbrada a los sistemas, la complejidad de la toma de
decisiones o del comportamiento aparece como algo tan cercano a lo imposible
que en seguida se oye hablar de la inteligencia artificial como la solución, ya
disponible a la vuelta de la esquina. Tengo la impresión de que, siempre que en
la resolución de un problema se percibe un misterio, se recurre al comodín de
la inteligencia artificial, cuando personalmente no veo cómo puede hacerse, lo
que me resulta muy frustrante.
Imagínate
que quieres llegar al sol, mamá. Cuando te pregunto cómo vas a llegar, me
respondes que en nave espacial; esas dos palabras reflejan tu idea de lo que es
una nave espacial. Yo me siento entonces como el pobre ingeniero que recibe el
encargo y se va al hangar a ver la nave que tiene a su disposición; una nave
que sí, vuela, pero no tiene manera de soportar esas temperaturas. Puestos a
entrar en detalle, tampoco tiene traje para asegurar que tú puedas sobrevivir
ni un ápice de segundo en ese infierno de hidrógeno.
Ese espacio
entre lo posible y lo imposible que has atravesado con dos palabras se me hace
infinito cuando me pongo a cruzarlo en realidad. Y entre lo que un experto y tú
pensáis al hablar de inteligencia artificial existe la misma distancia que
entre la inteligencia de una enciclopedia y la que hace falta para escribir el
Quijote.
Por cierto,
mamá, que aquí estamos las dos escribiendo esto en otoño de 2 015, cuando ya
hay un sistema que, a través de preguntas y respuestas, basándose en la
información disponible en Google y con capacidad para aprender de sus errores
(en eso nos gana, mira), es capaz de ser más acertado en datos que cualquier
humano. Tengo gran curiosidad por ver cómo utilizar semejante capacidad, porque,
claro, la gracia está en ordenar la inteligencia, no en la inteligencia sola.
Hay
sistemas que son capaces de producir contenido técnico: escribir cosas lógicas
que describen capacidades de una web, por ejemplo. Un humano siempre se lo
tiene que leer, porque el sentido común, el sentido a secas, no es algo que se
haya conseguido meter en esas máquinas carísimas, pero es verdad que acortan
mucho del trabajo repetitivo. Sin embargo, parece que se podría deducir de ello
que un montón de robots pueden escribir en algún momento una obra de
Shakespeare, y eso es lo que no alcanzo a ver. Entiendo cómo se puede describir
ordenadamente lo que hace cada botón de una pantalla, desde el primero arriba a
la izquierda hasta el último abajo a la derecha. Un poco repetitivo,
aburridísimo, pero lo entiendo. De ningún modo me sale la frase «En un lugar de
la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme».
De acuerdo con todo lo que sé, la probabilidad de que eso salga
por casualidad es cero».
*Nota:
Irene es el avatar de Renfe para relacionarse con sus clientes.
Os recomendamos que podéis adquirir el libro El mundo transparente. Un paseo con mi madre por el universo digital sin gastos de envío en la web de Meridiano Editorial, pinchando aquí.
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